Las Vocales Saben a Caramelo
El atardecer caía sobre la ciudad. Yo caminaba por las calles tranquilas de la colonia Guadalupe Inn, pienso que sonaría más bonito si fuera “Guadalupín”, pero a las personas les gusta que las cosas suenen coquetas, aunque lo único “in” que tengan sea el nombre.
Como sea, aquí no hay puentes para atravesar las calles así que debe uno esperar pacientemente a que se ponga el alto — prefiero los puentes, hago un poco de ejercicio y no tengo que interrumpir mi marcha, pero a los demás les molesta subir escaleras y, aunque hayan puentes, prefieren aguardar — . En esta ciudad los autos y personas andan con un ritmo sincronizado automático, he pasado días fascinado viendo a este pequeño numerito pasar: siempre hay autos que siguen pasando después de que se ha puesto el rojo y las personas en cuanto tienen el paso caminan sin voltear jamás, como caballitos con anteojeras, supongo que tienen tan claro lo que quieren en la vida que no vale la pena mirar al alrededor.
Yo personalmente, prefiero admirar el paisaje y, después de deambular todo el día, buscaba un lugar para descansar. El semáforo de Insurgentes estaba en verde, así que me senté frente a la línea de cebra, las personas se empezaban a acumular a mi alrededor y algunas me miraron con curiosidad, era normal, me gustaba llamar la atención, en especial la de las chicas bonitas que me regalaban algo de comer.
Se puso el verde y al llegar al otro lado vi a un hombre de edad madura, que rompía pedazos de un periódico sobre los arbustos de la banqueta. Olfateé un poco a su alrededor, parecía un hombre tranquilo y agradable, pero las personas evitaban mirarlo y se alejaban lo más posible de él al pasar. Me acerqué con la cola inquieta y me senté a su lado mirando lo que hacía, él pareció no notar mi presencia, pero musitaba cosas que yo no alcanzaba a escuchar.
— Los titulares son la porción más grande, pero si no tienen verbos son inútiles — decía — . Las letras pequeñas sirven para la sopa.
De pronto, se giró para verme de frente.
— A ti te van a gustar los adjetivos, seguro los recibes a diario — agité la cola y le sonreí con la lengua de fuera.
Entonces el hombre recogió los pedazos de periódico, los puso en una bolsa y caminó hacia el callejón. Lo seguí por un rato, atravesamos calles y avenidas grandes, puentes gigantes de coches y parques de enormes camellones.
Por fin llegamos a un terreno baldío, la malla ciclónica que lo resguardaba estaba oxidada y doblada, el hombre se arrastró con trabajos debajo de ésta y se introdujo a los pastotes de metro y medio, siguiendo un caminito de plantas aplastadas y piedras pateadas; árboles de tamaños diversos nos rodeaban, mientras más entrábamos más altos se hacían, pasamos por un riachuelo con peces plateados y llegamos hasta un campamento en una cueva cubierta de musgo.
El hombre tronó los dedos para prender la fogata y colocó un caldero flotando sobre el fuego. Hizo un movimiento con su mano, un tronco cortado se acercó a él y se sentó. Se acercó la bolsa con los pedazos de periódico y se asomó con curiosidad.
— ¿Qué te apetece comer?
La pregunta me conmovió, ¿quién en su sano juicio le pregunta a un perro lo que quiere comer? Normalmente nos dan lo que hay, como si no hubiera opción alguna.
— Las vocales saben a caramelo — dijo entusiasmado.
Como a mí me encantan los caramelos, salté sobre mi lugar y moví la cola frenéticamente, entonces ante mis ojos, el hombre sacó algunos pedazos del periódico con vocales enormes y los echó al caldero. No pasaron ni 5 minutos cuando el olor del azúcar derretida inundó mis fosas nasales.
La cena fue un festín de reyes. Con tremenda gracia, el mago apareció una mesa larga y platos de muchos tamaños, y los llenó todos de letras solas y palabras completas.
Las «A» eran rojas y empalagosas, las «I» eran amarillas y agridulces. Los adjetivos como «bonito», «tierno» y «buen» eran como algodones de azúcar, «mugroso», «cochino» y «pulgoso» sabían a gris con basura podrida. Los verbos sabían a ensalada de lechuga y los sustantivos sabían a personalidad, cada uno con sus diferentes matices y condimentos, un verdadero despliegue de sabor.
La noche había caído, y con el estómago más que satisfecho me dispuse a partir.
— Al próximo que encuentres, dale mis saludos — dijo el hombre con nostalgia en la mirada, lancé un ladrido antes de partir y, mientras él se acurrucaba en su improvisada cama, caminé por el sendero del bosque.
Seis metros después encontré la malla, volteé para mirar atrás y sólo pastos y restos de construcción quedaban. Me arrastré debajo de la malla y salí a recorrer el mundo.